Los cálculos del Foro Económico Mundial estimaron en 2016 que hacían falta 200 años para eliminar la desigualdad laboral entre hombres y mujeres (BBC, 2018). Si bien éste es un fenómeno común en las diferentes sociedades del mundo, el análisis pormenorizado de los motivos que la desencadenan y sustentan, es muy complejo, ya que depende de múltiples variables de tipo cultural, familiar, social, económico o, incluso, psicográfico que varían de un país a otro. Lo que dificulta también la ideación y desarrollo de medidas únicas y que puedan ser aplicadas de forma universal.
Tampoco podemos pensar que esta diferencia, en términos de dificultad que encuentra la mujer a la hora de acceder a formación y el mercado laboral, es exclusivo de los países poco desarrollados económicamente. Esto nos podría contentar de forma momentánea, pero la discrepancia de trato entre hombres y mujeres no se limita los pobres, aunque los más desarrollados están ya en una senda de convergencia. Tenemos el ejemplo de Japón, tercera economía mundial por su volumen de PIB, en el que la mujer ve restringido su acceso a la educación superior y el mercado laboral por perjuicios culturales y familiares. La Universidad de Tokyo, que para los nipones ostenta un prestigio similar al que en occidente pueden tener los títulos universitarios de Harvard o MIT, la ratio de mujeres estudiantes se encuentra por debajo del 30%. No sólo eso, además las estudiantes deben soportar estoicamente la discriminación y el acoso activo tanto de sus compañeros como de la propia administración. En una cultura en la que el matrimonio es de excepcional relevancia social y cultural, una mujer con estudios universitarios es considerada intimidante y, por tanto, pone en riesgo la posibilidad futura de contraer matrimonio y crear una familia (The New York Times, 2019). Esto hace que Japón esté situado en la posición 110 del ranking de países por su índice global de la brecha de género en 2018. (Expansión, 2019).
Como Verniers y Vala (2018) ponen de manifiesto, son las propias sociedades las que buscan su justificación para estos comportamientos. En este contexto, es muy difícil que haya un cambio de políticas familiares que altere el mantenimiento del status quo de género que se ha petrificado a través de generaciones.
Mientras tanto, en otros países como Irán, en donde el nivel de vida es muy bajo, con un PIB per cápita de 4,586€, las mujeres tratan de romper esas barreras autoimpuestas por la sociedad religiosa-patriarcal. Aquí, se presenta el mismo fenómeno que en Japón, pero con un matiz bien distinto. En este país, que ocupa el puesto 142 en el ranking de países por índice global de la brecha de género en 2018 (Expansión, 2019), las mujeres que logran acceso a formación universitaria son eminentemente pragmáticas y eligen áreas de conocimiento que cuentan con mayores oportunidades laborales y que les generarán mayor volumen de ingresos y, por tanto, una mayor independencia y calidad de vida. Por este motivo, en torno al 70% de los graduados en áreas STEM, siglas en inglés de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas, son mujeres (Forbes, 2015). Este fenómeno se denomina la paradoja de la brecha de género y se pone de manifiesto por Stoet y Geary en Psychological Science.
Como último ejemplo, encontramos a los países que, estando favorablemente posicionados tanto en los rankings de desarrollo económico como en los de brecha de género, deberían representar el caldo de cultivo ideal para la homogeneidad y equilibrio entre géneros. Sin embargo, esta homogeneidad está bastante lejos de suceder y se ha puesto de manifiesto, entre otras cosas, por el florecimiento durante las últimas décadas de un mercado laboral cada vez más global y digital. En una economía cada vez más competitiva donde las competencias analíticas y digitales representan un valioso activo, cada vez se demandan de forma más intensiva perfiles profesionales en las áreas de conocimiento STEM.
En una economía cada vez más competitiva donde las competencias analíticas y digitales representan un valioso activo, cada vez se demandan de forma más intensiva perfiles profesionales en las áreas de conocimiento #STEM.Click to PostA la escasez de este tipo de perfiles, que ya supone un problema para la sostenibilidad y prosperidad del cambio de paradigma de una sociedad industrial a una informacional, se le suma el factor añadido de la baja representación de la mujer en posiciones STEM. En los países más desarrollados, tan solo el 25% de estas posiciones STEM está ocupada por mujeres, lo que evidencia el riesgo de un futuro desigual y de exclusión laboral para la mujer.
El motivo subyacente en esta toma de decisiones es diverso, no solo hay un motivo por el cual las niñas y las mujeres no eligen estas áreas de conocimiento, así que volvemos a encontrarnos con la problemática de la complejidad que entraña el desarrollo e implementación de forma globalizada de medidas armonizadas para disipar estas desigualdades. Estudios como el de Dasgupta y Stout (2014) evidencian entre otros, una falta de referentes femeninos, la existencia de estereotipos de género e incluso reticencias familiares y del círculo de amistades cuando una mujer demuestra interés por las áreas de las ciencias y la tecnología. Mi experiencia como voluntaria impartiendo charlas en los colegios a niñas sobre la posibilidad de elegir una carrera STEM, refuerza esa sensación. Para muchas de ellas, soy una de las primeras referencias de una mujer que, con mayor o menor éxito, ha desarrollado una carrera profesional en este ámbito de conocimiento y que opta por las matemáticas y la informática en vez de las ciencias de la salud o humanidades, saltándose la asignación de roles autoimpuestos.
Al contrario que las mujeres de Irán o las de Japón, estas niñas de los países más desarrollados pueden elegir una gran diversidad de materias académicas que les habilitarán con las capacidades para incorporarse, al menos en la actualidad, en un mercado laboral diverso y competitivo.
Estamos siendo espectadores de primera de un fenómeno de evolución del concepto de “brecha digital”. Existen numerosos estudios en el ámbito de la sociología y la economía sobre el impacto de internet y la digitalización en la sociedad. Una vez superados los temores iniciales en los que se especulaba sobre si internet crearía o no exclusión, podemos respirar tranquilos al ver como, por ejemplo, en los hogares españoles la penetración de internet supera el 90% y el 85% tiene una conexión de banda ancha (INE, 2019). Pero, quizás hemos subestimado las implicaciones sobre que significa ser un ciudadano en una sociedad digital. ¿Es lo mismo ser un usuario pasivo de las tecnologías digitales que un creador de dichas tecnologías? Bajo esta nueva conceptualización, ¿hasta dónde se extiende el posible impacto de una brecha digital en la sociedad?
Si bien es cierto que no debemos caer en el dramatismo, como el desatado por Dell Technologies con el Institute for Future (IFF) cuando aventuró en un informe que el 85% de los trabajos que los estudiantes de hoy realizarían en 2023 aún no existen en la actualidad (Forbes, 2018), sí que podemos afirmar, de forma realista y objetiva, que las competencias de ciencia y tecnología serán extremadamente relevantes para ser competitivo en un mercado laboral en el corto-medio plazo, que según estima la UE necesitará de 825.000 empleos vacantes ya en el año 2020 en Europa.
Así que poniendo en contexto todas estas cifras, podemos anticipar que la sensación de relativa de seguridad que tenemos las mujeres de disponer o estar en proceso de adquirir unas competencias que nos permitan ser ciudadanas plenamente integradas en un mercado laboral de una sociedad digital, no deja de ser más que una mera ilusión. Siendo necesario, primero ser conscientes de esta problemática y los riesgos que entraña y, en segundo lugar, proactivos a la hora de trasmitir un mensaje de alerta que permita desencadenar las acciones necesarias para establecer medidas correctoras, desde los propios hogares, haciéndolo extensible a los centros educativos, universidades y los gobiernos.
Las mujeres debemos educarnos para nosotras, para nuestro futuro, porque sólo si nuestra educación es la que deseamos podremos conseguir que la siguiente generación sea mejor.Click to PostDebemos de ser conscientes de que corremos el peligro de que en la nueva industrialización las más jóvenes abdiquen de estar a su vanguardia. De que, una vez más, quedemos fuera de la formación más relevante para lo que queda de siglo. Las mujeres debemos educarnos para nosotras, para nuestro futuro, porque sólo si nuestra educación es la que deseamos podremos conseguir que la siguiente generación sea mejor.
Doctora en Economía e investigadora en ESIC
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