«… el insaciable caciquismo local hace mangas y capirotes del estatuto universitario, se entrega sin pudor a las andanzas del favoritismo en la designación de catedráticos y auxiliares y deriva en beneficio de los amigos incondicionales, y no ciertamente para servir altas idealidades…»
Santiago Ramón y Cajal,
El Siglo Médico, 1919
En la Introducción del Acuerdo Marco Europeo sobre acoso y violencia en el lugar de trabajo, fechado el 26 de abril de 2007, se recoge una de las determinaciones que, sin lugar a dudas, ha de tenerse siempre presente al abordar cualquier tipo de acoso: “El respeto mutuo por la dignidad de los demás a todos los niveles dentro del lugar de trabajo es una de las características dominantes de las organizaciones con éxito. Por eso el acoso y la violencia son inaceptables.”
De esa premisa ha de partir la obligación y, como compromiso esencial de nuestras organizaciones universitarias, el deber de promocionar el bienestar de sus empleados y empleadas, propiciando que el ambiente laboral, la prestación del servicio de educación superior, y el desarrollo de la investigación, tengan lugar bajo criterios de igualdad, respeto y trato digno.
Pero este principio, que debiera transformarse en un pilar de la gestión pública en el ámbito universitario, en muchas ocasiones –más de las que nos gustarían- no se cumple. Así, en la lista de lugares donde el fenómeno del acoso se extiende sin el suficiente control y sin la aplicación de las medidas preventivas pertinentes y necesarias, se encuentran el sistema sanitario, el ejército, la administración pública en general y, por supuesto, la universidad en particular.
La ausencia habitual de responsabilidad y la impunidad de las actuaciones de los acosadores, así como el establecimiento de estructuras rígidas, con niveles de jerarquía poco flexibles, y sin posibilidad, en la mayor parte de las ocasiones, de la gestión a través de una verdadera democracia interna, son factores fundamentales para que estas situaciones de riesgo psíquico y físico se extiendan y se consoliden.
Es por ello que en las universidades, según diversos estudios, académico-técnicos, nos encontramos con altos porcentajes de personal que sufre mobbing, estrés crónico o burn out. E incluso con supuestos de acoso sexual o por razón de sexo. Estudios que se han visto corroborados, en un gran número de casos, al trascender del ámbito administrativo para dilucidarse ante distintos órganos jurisdiccionales.
Y lo cierto es que tenemos un sistema legal garantista, pero ciertamente podemos afirmar que tenemos unas formas de gestión poco adecuadas, y proclives a no prevenir adecuadamente los riesgos psicosociales y las distintas tipologías de acoso; incapaces de dotarse sistemas de concienciación y formación, bajo declaraciones y políticas inequívocas en las que el acoso y la violencia no serán tolerados. Actuaciones de gestión que por supuesto no generalizan los procedimientos para la resolución de los conflictos y la adopción de medidas para atajar y disciplinar los acosos.
Deberemos abogar, por tanto, por hacer efectiva toda la panoplia de normas que acogen los derechos que tenemos obligación en preservar. Así, la Constitución Española reconoce como derechos fundamentales de las personas la dignidad, artículo 10, la integridad física y moral sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes, artículo 15. También reconoce el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen en su artículo 18; y encomienda al tiempo a los poderes públicos, en el artículo 40.2, el velar por la seguridad e higiene en el trabajo.
Ahora bien, quizás convenga señalar que la dignidad de la persona no figura entre los valores superiores que propugna el Estado español, ni entre los principios que son garantizados por la Constitución. Lo que no ha de suponer que no opere como límite al ejercicio de otras modalidades de acción administrativa. Es por ello que el legislador, en la elaboración de las leyes de procedimiento administrativo, siempre lo tuvo en cuenta, y actualmente la determinación de referencia queda recogida en artículo 104. 1. de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas “Los actos administrativos que impongan una obligación personalísima de no hacer o soportar podrán ser ejecutados por compulsión directa sobre las personas en los casos en que la ley expresamente lo autorice, y dentro siempre del respeto debido a su dignidad y a los derechos reconocidos en la Constitución.”
El artículo 14 del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, reconoce como derechos individuales, entre otros, “h) Al respeto de su intimidad, orientación sexual, propia imagen y dignidad en el trabajo, especialmente frente al acoso sexual y por razón de sexo, moral y laboral. i) A la no discriminación por razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo u orientación sexual, religión o convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. j bis) A la intimidad en el uso de dispositivos digitales puestos a su disposición y frente al uso de dispositivos de videovigilancia y geolocalización, así como a la desconexión digital en los términos establecidos en la legislación vigente en materia de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales.”
Asimismo, el artículo 52 establece los deberes de las empleadas y los empleados públicos, de modo que han de actuar con sujeción, entre otros principios, al principio de igualdad entre mujeres y hombres. Además, la conducta de las empleadas y los empleados públicos “se basará en el respeto de los derechos fundamentales y las libertades públicas, evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna por razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo, orientación sexual, religión o convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, artículo 53.4. Y será considerada una falta muy grave el acoso laboral, artículo 95.2.o).
De igual modo el artículo 4 del Estatuto de los Trabajadores, Real Decreto Legislativo 1/1995, de 24 de marzo, considera que es un derecho laboral “el respeto a su intimidad y a la consideración debida de su dignidad, comprendida la protección frente al acoso (…), y frente al acoso sexual y al acoso por razón de sexo”, en consonancia con las declaraciones de la Organización Internacional del Trabajo y las directivas comunitarias reconociendo la necesidad de actuar frente a estas situaciones.
Por su parte, la Ley 31/1995, de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales establece que todas las organizaciones laborales, incluidas las administraciones públicas, deben promover la mejora de las condiciones de trabajo del personal empleado y elevar el nivel de protección de la seguridad y salud del mismo, no sólo velando por la prevención y protección frente a riesgos que pueden ocasionar menoscabo o daño físico, sino también frente a riesgos que puedan originar deterioro en la salud psíquica de las personas empleadas.
Y la legislación actual en materia de igualdad de oportunidades de mujeres y hombres insta directamente a las administraciones públicas a actuar frente al acoso sexista. Así la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, regula en su artículo 48 medidas específicas- con identidad propia y separadas de la existencia del plan de igualdad- para prevenir el acoso sexual y/o por razón de sexo en el trabajo.
Siendo el Tribunal Constitucional el que ha definido esta dignidad personal, que sobrevuela todas las referencias legales citadas, dándole la trascendencia que tiene, y cuyo fundamento no debemos olvidar, como un valor espiritual y moral inherente a la persona que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión al respecto por parte de los demás. (Por todas, sentencias 27/1982, de 24 de mayo, 53/1985, de 11 de abril y 120/1990, de 29 de junio).
Por tanto insistiremos en la idea, si tenemos el marco jurídico adecuado, ¿en qué fallamos?
Pues bien, como punto de partida se hace necesario conocer qué son los riesgos psicosociales, puesto que los instrumentos de los que se deben dotar las universidades han de tener por objetivo prevenir y atajar las consecuencias de la existencia de dichos riesgos.
A tal efecto, y sólo de forma somera, debemos indicar que los riesgos psicosociales –categoría que engloba los traumas psíquicos, el estrés, el acoso moral o mobbing, el síndrome del quemado o las depresiones– se han convertido en los últimos años en la principal fuente de siniestralidad laboral, tanto en España como en Europa, y todo apunta a que lo seguirán siendo en el futuro.
Es conocido que algunas formas de trabajo entrañan más riesgo de trastornos psíquicos, psico-somáticos o de comportamiento. Pero otros van ligados a las fórmulas cada vez más flexibles de organización del trabajo, especialmente en materia de jornada laboral, y a una gestión de recursos humanos más individualizada y orientada hacia un rendimiento obligatorio. La presión de tener que acabar el trabajo en un tiempo limitado; las tácticas de “empresa” de ciertos sectores; las singularidades del servicio público en general, y del servicio de la educación superior en particular; las relaciones jerárquicas; los largos horarios de trabajo; las responsabilidades adicionales; la falta de apoyo y valoración; las repercusiones económicas, etc… son, entre más, factores que aumentan el estrés en el trabajo.
Sin olvidar que también han de tomarse en consideración otros elementos y circunstancias concomitantes. Como los cambios en la naturaleza de los riesgos producidos como consecuencia de una inadecuada dirección y organización del trabajo, que comprenden materias tales como el diseño de las tareas de los puestos de trabajo, la carrera profesional del trabajador/empleado, el ámbito de decisión y control de cada uno de ellos, el rol desempeñado en el lugar de trabajo, la distribución de jornadas y horarios y, fundamentalmente, las relaciones del personal entre sí y con el entorno social de la empresa/administración.
Factores, todos ellos, que pueden dar lugar a que se manifieste una situación de estrés laboral y de ésta derivarse la producción de siniestros laborales. Incluso las agresiones verbales (violencia o amenaza de violencia, “acoso verbal” o psíquico) de los clientes o usuarios (en nuestro caso el alumnado y la sociedad) de la empresa/administración pueden ser factores desencadenantes de lesiones.
Es por ello que en la universidad, ante la posibilidad de que puedan darse situaciones de riesgo de esta índole, ha de adoptarse políticas para prevenir, impedir y solventar cualquier supuesto que pueda ser calificado como tal riesgo psicológico, o incluso acoso. Y se han de dictar procedimientos y protocolos en los que se describa pormenorizadamente los elementos clave del sistema de prevención de la institución, el contexto, físico y humano, para llevar a cabo la empresa de dotarse de normas eficaces, la implicación de los sujetos, las políticas activadas de prevención, y los fines perseguidos, siendo el fundamental salvaguardar la salud física y psicológica de los empleados y empleadas.
Estos instrumentos tendrían que describir un procedimiento, que se articulara, por un lado, en una fase previa denominada de mediación, cuya finalidad sería solucionar los conflictos interpersonales y organizacionales rápida y eficazmente, con el fin de que un desencuentro inicial no se agrave y no se haga permanente. En este sentido se debe entender que la forma más efectiva de conseguir esa finalidad es implicar a los órganos encargados de la gestión de personal en la prevención y el manejo de este tipo de comportamientos.
Sin embargo, se ha de ser consciente de que el acoso moral en el trabajo, esto es, el hostigamiento prolongado en el ámbito del trabajo, y el acoso sexual y/o por razón de sexo en el trabajo, son riesgos laborales graves que atentan contra la dignidad personal y/o profesional de la persona acosada. Además, sobrepasan claramente los límites de un conflicto interpersonal ordinario puesto que pueden causar daños en la salud de la persona que en ocasiones son difícilmente reparables. Por esta razón, y en el supuesto de que la fase de mediación haya fallado, siempre se ha de contar con la denominada fase de investigación, que permitirá adoptar, tras una investigación exhaustiva, las medidas necesarias para poner fin a conductas intimidatorias y proteger los derechos, y, sobre todo, la salud de las víctimas.
El desarrollo de ambas fases deberá ser pormenorizado, y los plazos breves, para evitar que el procedimiento se pueda alargar innecesariamente en detrimento de la salud del personal. De cualquier forma, en todo el procedimiento debe subyacer, siguiendo la doctrina científica más actualizada, las orientaciones de los organismos internacionales (guías y convenios de la Organización Internacional del Trabajo) y las directivas comunitarias, la idea de que el acoso moral en el trabajo responde al concepto global de “violencia en el trabajo” y que debe ser atajado.
Siendo, del mismo modo, un aspecto fundamental, las denominadas garantías del proceso: deber de sigilo, protección del derecho a la intimidad, derecho de las personas trabajadoras a una protección integral de la salud, ausencia de represalias, y atajar las falsas denuncias con el régimen disciplinario.
Como conclusión, en el devenir de la actividad académica e investigadora de nuestras universidades se debería integrar la prevención, la seguridad, la salud laboral y la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres, impidiendo que entre los habitantes de nuestros campus exista el dolor, puesto que como dijo Salman Rushdie, “Con el dolor la persona pierde la dignidad”.
Artículo escrito por Ana Caro, gerenta de la Universidad de Oviedo
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